¿Por qué se viaja? (parte 3 de 3)

 

 

Pero hay más: el viaje nos ayuda a ver las cosas por primera vez. El mayor enemigo del hombre es el demonio de lo cotidiano, que deja caer –sin ruido y sin dolor– una fina capa de polvo sobre todo lo que constituye nuestra vida, borrando silenciosamente el color y el contorno de las cosas hasta que dejamos de ver a la mujer que amamos, hasta que ya no vemos al hijo que esperamos alguna vez contando los días, ni el oficio por el cual luchamos, hasta que ya no vemos los árboles de la plaza ni la luz de la mañana. La poesía vuelve a nombrar las cosas y las hace aparecer en su significado original.

A la hora en que las madres dormían siesta y las niñeras planchaban, a la hora en que un infinito aburrimiento se apoderaba de la casa, los niños que recién aprendían a hablar, escapaban a la puerta de calle y observaban a través de la reja lo que pasaba por el mundo, o sea la vereda. ¿Y qué hace ese niño cuando está parado ahí? Nombra las cosas. Está tan excitado, tan contento con este hallazgo, que nombra todo lo que pasa: – ¡Hola, señor! – ¡Hola, perro!

Hace la conexión misteriosa entre la palabra perro y el perro. Conquistar el lenguaje ocurre una sola vez en nuestra biografía, y el mundo cobra entonces todo su esplendor. En adelante, este esplendor no hará más que perderse. La función del poeta, su oficio, es devolver a las cosas el nombre que perdieron. Del mismo modo, un viaje tiene el mérito poético de devolvernos el sentido original de las cosas que hemos perdido. El acto más trivial recobra todo su sentido, se reviste de un cierto riesgo, deja de ser un acto garantizado. Compramos un boleto de tren en Stuttgard… ¿se detendrá en el pueblo al que vamos? ¿Dónde hay que hacer el trasbordo? Elegimos el menú… ¿qué serán esos platos? ¿Será picante?

Y hay más razones para viajar… para algunos caminar es rezar. Sin recurrir a ninguna catequesis en particular ¿qué es lo sagrado? Lo sagrado es lo que estaba antes que llegáramos: los bosques, la ballena, los mismos hombres estaban aquí antes que nosotros. Por eso son sagrados la ballena, los hombres y los bosques. El texto del mundo es infinitamente más rico que el texto de un libro. Los científicos saben perfectamente que las respuestas deben leerse del mundo: del paciente, del tejido, del agua. Los monjes tibetanos suelen caminar de un monasterio a otro por las montañas. Salen de un monasterio y unos días después entran en otro. Duermen y parten. En el camino no hablan, ni siquiera repiten oraciones. Pero están rezando. Porque caminar es leer directamente del mundo, que es el texto sagrado. Y así van leyendo, palabra a palabra, del mismo modo que el niño recorre la página con el dedo, palabra a palabra. De manera que se puede viajar para regresar, para ver las cosas por primera vez o para recorrer el texto sagrado… Y se puede viajar por muchas otras razones. Sin embargo, detrás de todas ellas, aún se oculta una razón más profunda, la que genera el impulso de partir. Y como sucede siempre que nos aproximamos a esas causas primitivas, no podemos percibirlas con claridad. Se desenfocan, se oscurecen.

 

El hechizo del barco

Quién mejor percibe esta confusa causa original es el escritor Thomas Wolfe, que luego de vivir en Europa, decide volver a su país. Así describe su visión del barco que lo llevará de regreso a América. Es de noche en el puerto de Nápoles, los pasajeros están a punto de abordar.

“El gran barco había ejercido su poderoso hechizo sobre ellos, la mayoría de aquellas personas había hecho muchos viajes y sin embargo, el vapor los aprisionaba una vez más en su brillo mágico, los poseía y los conmovía con su presencia como si fuesen niños. Los pasajeros estaban de pie, silenciosos y atentos. En el fulgor suave de aquellos rostros había algo mísero, desnudo y solitario, y en torno a ellos palpitaba la inmensa eternidad del mar y de la muerte. “Porque si en el momento de morir los hombres, les fuese posible escapar por un instante de la oscuridad en la cual se están hundiendo sus sentidos… si por un momento pudiesen vivir y ser conscientes en medio de ese bosque sombrío y misterioso, el momento de la muerte muy bien podría corresponder a un momento como aquel, que –aunque carente de significado lógico– arde por un instante en la memoria mortal, como un resumen y un símbolo del destino del hombre sobre la tierra.”

El viaje, el anhelo de otra vida en esta misma vida, quizá al otro lado del mar, la añoranza del paraíso, que finalmente es el amor.

Escuché una vez un triste relato de viaje. Estaba en Concepción, en un hotelito de dos o tres estrellas, tomaba desayuno en un comedor oscuro. Mientras revolvía lentamente mi café con leche, los ojos clavados en unas migas de pan sobre el mantel, mi atención estaba completamente puesta en la conversación de la mesa del lado.

Un hombre de 50 y una mujer de 40, los dos vendedores viajeros, representantes de diferentes laboratorios farmacéuticos, recorrían las ciudades de Chile vendiendo sus productos: shampoo, pasta de dientes, desodorantes. Se encontraban por casualidad en un pueblo u otro, y a lo largo de los años habían formado una amistad profesional. Mientras tomaban desayuno, conversaban. Y entre sus datos de posibles clientes, las anécdotas aburridas y superficiales, intercambiaban pequeños triunfos comerciales: 50 cepillos de dientes a la Farmacia O’Higgins, 10 cajas de depilación al Salón de Belleza Dorita… conversaban y se reían, orgullosos de sus ingenuas estrategias comerciales, y mientras conversaban dejaban pasar sus sutiles mensajes de amor, sus miradas. Ambos tenían familia en otras ciudades, ambos regresaban a casa cada 10 días, y ambos soñaban en silencio con consumar su amor algún día, cuando envalentonados por una cerveza, se abrazaran, se desnudaran e hicieran tristemente el amor, en un triste hotel de dos estrellas, encendidas bajo el triste cielo que lo cubriría todo y que guardaba el secreto de porqué se huye, porqué se ama y porqué se viaja…

 

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1- Niño. Santiago, 1978.
2- República Checa, 2008 © Vagabond Journey
3- Monje tibetano, © Nicky Kelvin
4- Jacques Henri Lartigue. Marsella.