¿Por qué se viaja?
(parte 1 de 3)

A partir de una presentación en la Escuela de Medicina de la Universidad Católica (diciembre 1994),. publicada en Educación Médica UC (No. 13, 1995), Artes y Letras de El Mercurio (22 junio, 1997) y La Nueva República (octubre 1998).

 

Se dice que no es necesario ir a Groenlandia para hacer un viaje, y es cierto. A veces basta con ir a Viña. Podemos cambiarnos de barrio y viajar, o viajar al fondo de la noche sin salir jamás de nuestra habitación. Todo eso es cierto. Pero hay algo que no puede faltar: es necesario cruzar una frontera para que haya viaje.

El río Grande es un arroyo que se seca con frecuencia y que casi siempre es un criadero de mosquitos, a este lado queda la ciudad de Juárez y al otro la de El Paso, Texas. Los mexicanos de Juárez miran con grandes ojos la ribera del frente, allá están el trabajo y la esperanza. Algunos arriesgarán el pellejo y cruzarán en furgones clandestinos, algunos morirán bajo las balas de los Rangers. Es la vieja historia: el paraíso queda en el valle que sigue. Así como en el Estrecho de Magallanes se juntan dos océanos, así en la frontera los pueblos estrellan sus olas, intercambian canciones de atracción y de rechazo. Las fronteras son las encargadas de acumular el voltaje, son los grandes condensadores de hombres. Ahí saltan las chispas de la historia. El límite entre lo conocido y lo desconocido es fatalmente atractivo. Cuando los soldados de Alejandro se niegan a seguir, él acepta regresar, pero antes se hace llevar en bote a una isla del horizonte, donde pide ser dejado sólo, para contemplar lo que sigue más allá.

Lugares casi inaferrables, invisibles para muchos, estas fronteras quedan a veces en el centro de nuestro barrio. ¿Cómo saber entonces si se está cerca de la frontera? Midiendo el peligro, que crece. El escultor que penetra con furia el bloque de piedra busca lo desconocido. El bioquímico, al trozar sus proteínas en busca de una respuesta para las formas del embrión; el que se enamora de una mujer que no conoce y la sigue por calles angostas. Todos ellos se sumergen en lo desconocido y a veces regresan con peces de colores. Ver a Wittgenstein recorrer los caminos del lenguaje y detenerse frente al espacio inmenso de lo que no se puede decir, también nos recuerda a Alejandro en su roca frente al mar.

Miramos el horizonte porque no hay nada más triste que lo conocido, nada más patético que sentarse en el centro exacto del conocimiento. Sin embargo, a la fuerza centrífuga que nos empuja hacia los bordes, se opone una fuerza más poderosa, la fuerza de lo cotidiano. Al impulso de partir se opone la inercia de quedarnos; al ansia de lo imprevisto, el placer de lo conocido; a lo salvaje, lo doméstico. Cuando un hombre desea partir, la sociedad lo invita a quedarse. El hombre desea el cambio, pero la ciudad desea el orden; al sueño salvaje del individuo se opone el objetivo social

 

Un mundo sin fronteras.

Hoy el sueño social es un mundo sin fronteras.

No podemos quejarnos -piensa el hombre de los blue jeans Wrangler-. ¡El mundo es un gran campo cultivado! ¡Un reloj inmenso y bien aceitado! Enciende un Marlboro y mira complacido desde el balcón: en el centro del Imperio se elevan catedrales de espejo de cien pisos de alto. En esas torres interminables se reflejan el cielo inmóvil y las rutas comerciales. Barcos de un tamaño nunca visto recorren sin equivocarse las rutas del Mare Nostrum. En sus bodegas se podrían amontonar obeliscos como si fueran fósforos. Computadoras llevan el control de la bodega. Camiones trasladarán los containers a las ciudades del Imperio, para llevar papayas a los almacenes de Manhattan.

El hombre de los blue jeans duerme tranquilo, sueña con un mundo sin fronteras, con un mercado común libre de aduanas, con un solo idioma: el esperanto y con una sola raza: la raza de bronce; con una sola moneda, el dólar electrónico y con un solo tiempo, gracias a las telecomunicaciones. Sueña, en resumen, con una inmensa torta de merengue.

Pero un planeta sin condensadores es una máquina que no trabaja. Sin razas, países e idiomas el mundo sería una sopa agonizante donde no nadaría la trucha.

 

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1- Rio Grande, Nuevo México (foto: Andreas F. Borchert).
2- Estrecho de Magallanes
3- Alejandro el grande, Pompeya, c. 100 AC.
4- Ludwing Wittgenstein por Moritz Nähr, 1930.