Blaise Cendrars se arroja sobre los rieles
(parte 1 de 2)
Noreste Nº 1, noviembre 1985, esta versión corregida apareció en Noreste Nº 28, diciembre 1990.

 

¿Qué tan difícil es perder una mano? Las manos no se pierden en los pasillos de los ministerios. Sólo en la vida ocurren los zarpazos que amputan los brazos. El catálogo de los poetas del siglo es una galería de cuerpos inmaculados. Apollinaire solo puede ofrecer una trepanación bajo el cloroformo, los demás ni eso.
Blaise Cendrarsarticulo05 perdió su brazo derecho.
El Transiberiano atraviesa las estepas rusas heladas. A bordo viaja Cendrars, cuya adolescencia fué tan ardiente y tan loca, que nada era suficiente para rebalsar su alma. Por eso se arroja sobre los rieles y los recorre completos.
Ahora hago correr todos los rieles detrás de mí

Bali-Tombuctú
También jugué a las carreras en Auteuil y Longchamp
París-Nueva York
Ahora hago correr todos los trenes a todo lo largo de mi vida
Madrid-Estocolmo
Y perdí todas mis apuestas
Sólo queda la Patagonia, la Patagonia, que convenga a mi inmensa tristeza, la Patagonia y un viaje por los mares del sur...

Cendrars es el condenado a perder todas sus apuestas. Sin embargo es el más feliz de los hombres.

Me paseo por el puente con mi traje blanco comprado en Dakar
En los pies tengo mis alpargatas compradas en Villa García
En la mano sostengo mi gorra vasca traída de Biarritz
Mis bolsillos están llenos de tabaco ordinario
De tiempo en tiempo huelo mi estuche de madera de Rusia
Hago sonar unos centavos en mi bolsillo y una libra esterlina de oro
Tengo mi tosco pañuelo calabrés y fósforos gruesos de esos que sólo se encuentran en Londres
Estoy limpio, lavado, frotado más que el puente
Feliz como un rey
Rico como un multimillonario
Libre como un hombre...

Feliz como un rey, sin embargo, sólo la Patagonia es capaz de contener su inmensa tristeza. Pero aquí no hay contradicción, porque en la vida no hay contradicción, NUNCA. La contradicción sólo existe en las palabras. Cendrars lo sabe, le disgusta escribir, escribir es abdicar, dice. Abdicar de la vida, detenerse, descarrilarse.
Vive al ritmo de los trenes. Reconoce todos los países por el ruido de sus locomotoras. Al ritmo de los barcos sobre las aguas aceitosas de los grandes puertos del mundo. Transporta refugiados a Nueva York. Desembarca en Marsella para visitar la cabeza de San Lázaro (Santo que lo apasiona porque era un leproso y porque el primer hombre que mató era un leproso), en Dakar visita las mazmorras y admira a esas negras cuyo bien más preciado es su impecable dentición a la que sacan brillo así como se mantienen los cobres de un yate de lujo. En Río de Janeiro canta con sus amigos poetas brasileros y en el pequeño puerto de Ancud se emborracha una semana en sus tabernas destapando las botellas a balazos con su única mano.
Así, contrabandista y místico, triste y feliz, jamás se contradice, porque abraza al mundo con todos sus sentidos, especialmente con los más antiguos, con aquellos que comparte con el mono y el perro. Olfatea. Huele el olor a armario de ropa del Mediterraneo cuando se atraviesa Gibraltar. Huele en Brasil aromas a vainilla silvestre y lirios penetrantes que son en realidad la emanación calenturienta de lagunas que han recibido el embate del sol de Capricornio todo el día, aplastando y estrujando la dura clorofila del trópico como aceitunas en la prensa de aceite.
En las alturas del Mont Blanc, mientras filma la formación de nubes, huele el ozono, es decir: relámpagos.
En su vida silban con frecuencia las balas. Soldado –cabo– en la Legión Extranjera, donde ve desaparecer fulminados a sus camaradas. Debe matar a su vez a muchos alemanes.
Cazó la boa en el interior del Amazonas, exportándolas a los zoológicos de Europa, filmó al elefante en el Alto Sudán. Recorrió docenas de bibliotecas y el Africa hasta Tombuctú, en busca de cuentos negros para su Antología. Boxeador también. Y criador de abejas.
Zambullido en la vida, mantiene con ella, sin embargo, la distancia mínima para pode ser poeta. De su grito lírico en medio de París recogerá Apollinaire el lenguaje del futuro, exclamará: "Ahora viene el verano, la estación violenta".
Pero tampoco puede detenerse aquí. Con su único brazo enciende un nuevo cigarrillo y el motor de su auto. Se despide de París y de los poetas, pero no de la poesía. Otra vez está en el camino, en su Alfa Romeo color café con leche.
Fumando por la carretera, Cendrars se pregunta quién cantará el automóvil, así como el cantó al ferrocarril en su poema del Transiberiano.
¿Quién hablará del Porsche negro, de sus cromados asombrosos que brillan como la luna y que son como la espada y el escudo de Aquiles arrojados por la Panamericana? Del Corvette, de sus curvas voluptuosas que se ajustan al viento. Del Jaguar, cuya docena de cilindros en línea se traga las autopistas al ritmo de un jazz de doce tiempos. Del Lincoln Continental que permite al millonario texano hacer el amor a su secretaria mientras atraviesa el desierto con aire acondicionado. De los Lamborgini, Masseratti y Alfa Romeo que pintan los horizontes de Italia con feroces trazos rojos. En el accidente de carretera se alcanza hoy la inmortalidad. La quinceañera que llora al héroe muerto es la nueva Magdalena del siglo del automóvil.


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1- Nueva York, 1912.
2- Blaise Cendrars, 1926.
3- Cendrars por Doisneau, c. 1948.
4- El Transiberiano frente al lago Baykal..