Chicago
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Publicado con el título "Chicago, la más americana de las ciudades americanas" en Revista Diners Num 100, marzo 1991.

 

Existe una visión de Estados Unidos que la describe como inmensas planicies de trigo, salpicadas de industrias, donde todos trabajan duro para alimentar a las dos ciudades que son las vitrinas del país frente al mundo: Nueva York y Los Angeles. Estas cosecharían la gloria y se entregarían a frivolidades desenfrenadas que nada tienen que ver con el honrado americano del midwest. Este mito simple, cierto o no, es la visión que tiene Chicago de sí misma: la capital del verdadero Estados Unidos. O la más americana de las ciudades americanas.

 

Un domingo de Chicago

Mi primer día en Chicago es un domingo y hace mucho calor. Estoy en el downtown, dispuesto a conocer la ciudad desde su centro: Madison con State. Pero está vacío Madison con State. Y vacías las demás calles: Monroe, Adams, Jackson. Vacía Michigan Avenue con sus grandes tiendas elegantes. Los rascacielos elevan sus estructuras mudas hacia el cielo vacío de Chicago. Penan las ánimas en la más americana de las ciudades americanas. A una cuadra se ve un letrero encendido: Mr. Submarine, la tienda de sandwiches, está abierta. Forastero en una ciudad fantasma, mastico lentamente el formidable sandwich de roast beef con cebolla. ¿Dónde está la gente?

En lugar de personas, aparecen extraños seres gigantescos entre los edificios. Esculturas inmensas de maestros contemporaneos. Un animal rojo agazapado, de Calder, espera en un rincón como una araña atenta a la vibración de una presa. Un busto de hierro, de Picasso, vigila en la otra cuadra. Debe medir quince metros y los niños usan su base como resbalín. Un ser de grandes ojos, de Miró, habita la grieta de varios pisos que se produce entre dos edificios. Chagall pintó las caras de un monolito horizontal. Además pintó la cara superior para que pudieran gozar la obra los habitantes de las alturas, los gerentes y las secretarias del piso 60. También hay obras de Dubufet y otros. Estos seres gigantes se mezclarán el lunes con los hombres, cuando las multitudes del rush-hour se vuelvan a dejar caer al centro. Por ahora custodian las esquinas de esta ciudad que se quemó entera hace un siglo y que al reconstruirse se transformó en refugio de arquitectos y pieza clave de la historia de la arquitectura.

Cruzo el río buscando señales de vida. Este serpentea entre edificios. Los puentes se parten en dos y se levantan para dejar pasar un barco; su sirena resuena en las fachadas de espejo. Chicago está en la orilla de un lago. Busco esa orilla, desemboco en el Lincoln Park. A través de los árboles se ven deslizarse unos puntos blancos. Son veleros. Y esos puntitos de colores que saltan sobre el pasto... ¡Esos son los habitantes de Chicago! ¡El planeta está habitado!

Acróbatas en skateboard giran en el aire, viejos juegan ajedrez en las mesitas de piedra, las parejas bajo los árboles se recorren los muslos buscando los rincones secretos. Muchachas robustas de pelo dorado hacen bailar sus pechos al vaivén del trote, en ajustados shorts de colores eléctricos. Dálmatas y setters irlandeses bien peinados corren junto a ellas.

El metro de Chicago

Estos trenes plateados que recorren líneas a veces bajo tierra, a veces en el aire, son los convoyes que permiten penetrar barrios lejanos y prohibidos: los ghettos negros del sur, el barrio chino de la calle 22, o el barrio malayo al final de la línea Ravenswood, donde mi amigo Hata –becado especial del gobierno de Kuala Lumpur– me invitaba a filmar un show de gordas striptiseras –negras y malayas– que no se perdía los viernes. O el Ukranian Village, islote ruso en medio de inmigrantes mexicanos, donde brillan unas cúpulas doradas por sobre las cabezas de los consumidores de tacos y adonde se llega con la línea O'Hare. La misma línea nos lleva a barrios sin nombre, como ese de la estación Addisson: al bajar a la calle, a media cuadra de un teatro de travestis, hay un bar de griegos y peruanos donde pueden conseguirse unos números mágicos de veinte cifras que nos permiten comunicarnos gratis a cualquier parte del mundo desde un teléfono público. Esta misma línea nos lleva, por el mismo dólar, al aeropuerto. Ninguno tiene más tráfico en el mundo y sobre el cielo de Chicago hay siempre seis boeings volando. Pero el metro no es sólo un tubo transportador de pasajeros, una huincha sin fin de salchichas que alimentan el remolino de la producción y del consumo; es una red vital con sus propios habitantes. Aquí ocurren la vida, el amor y la muerte. En este metro se encontraron vagabundos muertos: carbonizados en el andén los pilló la mañana. Por mear sobre las líneas, la corriente subió por el chorro de electrólitos.

Sin embargo, sobre el mismo andén hay un negro joven que toca la guitarra. Toca por monedas, pero sobre todo por placer. Interrumpe su canto a la llegada de cada tren, cuando el estrépito lo hace imposible. Al ver a una niña preciosa que espera el Howard "B", cambia la letra e improvisa una más lánguida y erótica. Ahora le sonríe a ella y no deja de mirarla. Ella sonríe también, clava la vista en los chicles y manchas del suelo. El canta en torno a ella y al fin obtiene su mirada. El tren se acerca. El toca más fuerte. El tren se detiene. Ella sube. El tren parte. El tipo levanta su guitarra en despedida mientras el último carro se pierde en el túnel oscuro. Ella alcanzó a mandar un beso y una risa. Todo ocurrió en un minuto, a veinte metros bajo tierra.


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1- Michigan Avenue, Chicago, 1996.
2- Sandwiches Mr. Submarine.
3- Flamingo, de Alexander Calder, inaugurada en 1974.
4- Escultura de Joan Miró, inaugurada en 1981.
5- Metro de Chicago, State line.