El río

Publicado con el título "Fluvial" en BIG Magazine Num 45, enero 2003.

 

De vez en cuando, escapo de la ciudad y me siento en medio del paisaje. Se trata del cajón del Río Maipo, en la cordillera de Santiago. El río baja torrentoso, montado sobre las rocas sumergidas, forma violentos lomos de agua. El agua cambia de color: café en primavera, azul y verde el resto del año.Mi actividad principal es leer, tomar café y ver pasar el río. Ver pasar el río es una de esas actividades hipnóticas en que podemos ser atrapados por horas. El fuego, el mar, las nubes son otras. No hay muchas más: el movimiento de la muchedumbre desde la mesa de un café y el paisaje desde la ventana de un tren. Pero en este caso es el río.
En ese lugar se pueden pasar varios días sin ver seres humanos. Si se dejan ver, lo hacen desde un lugar tan inesperado, en una forma tan extraña, que cuando desaparecen uno se pregunta si realmente estuvieron allí. Así de fugaz es su presencia, así la ausencia de rastros a su paso.

Son deportistas en kayak y balsas, que enfundados en trajes especiales, protegidos por cascos especiales y aferrando remos especiales, montan las olas y superan la corriente, gritando sin cesar, como en un rodeo acuático. Son chilenos, pero gritan en inglés. Sus gritos son: ¡Yahoo! ¡Yeah!

Siempre hay un guía, uno más experto que con hábiles golpes de remo se las arregla para detenerse unos instantes contra la corriente y gritar instrucciones a los demás. Los demás son tipos de la ciudad –como yo– pero amantes del deporte-aventura. Alguno suele darse vuelta cogido en la turbulencia. Desaparece bajo la espuma, para emerger unos metros más allá, su casco naranja revuelto con las olas.

Todo el alboroto no dura más de un minuto, el grupo completo es arrastrado por las aguas más allá de la curva del río. Remen o no remen, con o sin experiencia, son barridos por la corriente y desaparecen de mi vista, uno a uno, hasta que de ellos no queda ni el eco de un grito, ni una marca en una piedra, ni un trozo de poliuretano enredado en un palo. Nada.

Chile es como ese río.

Los ríos de Chile son cortos y torrentosos. Están los montes tan cerca del océano, que las aguas de un río como el Maipo no tardan más de tres horas desde que nacen en la montaña hasta que mueren en el mar. Tienen una infancia violenta y una muerte precoz. En su apurado descenso saltan, erosionan, sin descansar, sin detenerse, sin fundirse nunca con el entorno y sin dar tiempo a los chilenos de mojarse en sus orillas.

El que se baña se ahoga, el que entra es expulsado, el que construye en su ribera, pierde su inversión. Sólo con trajes, cascos y vehículos especiales pueden creer algunos que por un rato han entrado en el río. No hay ninguna posibilidad de que algún día vea pasar desde mi silla a un grupo de atorrantes en calzoncillos, riendo, aferrado a un neumático inflado, a un Huckleberry Finn que bautice sus orillas.

Somos expulsados de nuestros ríos, no hay cultura posible. Porque esta es la lengua y la memoria; surge capa sobre capa, es el lento depósito de material fértil en las orillas de ríos navegables. Habitantes que remontan su historia en lentas barcas. La cultura es un hombre que desembarca en un muelle y pregunta por un hotel. La lentitud permite a los hombres nombrar las cosas, y desde esos nombres nuevos, remontar más ríos y fundar colonias.

Pero no hay memoria: afuera de los ríos, en los valles, los terremotos echan abajo los adobes.

El agua nos expulsa, la tierra nos expulsa.

Nos queda el aire: el país de los castillos en el aire.